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El teléfono comenzó a sonar de madrugada. Walter, tras despertarse con brusquedad, dudó si descolgar o no; a fin de cuentas, una llamada a esas horas no suele presagiar nada bueno.

—¿Diga?

Escuchó una especie de crepitar al otro lado de la línea, pero ninguna respuesta.

—¿Hola? Mira, si es alguna clase de broma…

—Walt —dijo al fin una voz de mujer—, soy Sarah.

Se alejó el teléfono de la oreja y lo observó, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar. Inspiró con fuerza y volvió a acercárselo.

—Sarah, hace mucho tiempo.

—Escucha Walt, tienes que salir del barrio.

—¿Otra vez con eso? —Suspiró con fuerza y chasqueó la boca—. Sabes que no puedes dejar la medicación. Oye, mañana te llamo y hablamos.

Colgó sin esperar la respuesta de la mujer. Ya sabía lo que le iba a contar; después de todo, había estado casado con ella durante seis años y había vivido en primera persona su enfermedad. Sarah estaba obsesionada con la gente que vivía en las casas cercanas. Se sentía observada, y no dejaba de jurar que sus vecinos escondían un oscuro secreto. Fueron necesarios varios meses de terapia, decenas de pastillas… y un divorcio.

Y, ahora, otra vez la misma historia. En esta ocasión, sin embargo, Sarah no era responsabilidad suya. Ya no. Ese tren había pasado para ambos, y él no tenía intención de adquirir un billete para volver a realizar esa tortuosa ruta.

El teléfono volvió a sonar, pero esta vez Walter no hizo amago de cogerlo.

—Maldita sea —dijo en voz alta—. ¿Hasta cuándo va a durar esto?

Tras tres llamadas que no obtuvieron respuesta, el aparato quedó en silencio. Miró el despertador: aún tenía un par de horas para descansar antes de tener que levantarse, e iba a aprovecharlas.

Apenas llevaba un rato dormido cuando un nuevo sonido le alertó. Le faltó poco para agarrar el teléfono y lanzarlo al fondo del cuarto, pero se dio cuenta de que el molesto ruido no provenía de allí.

Era el timbre de la puerta.

—¡Mierda! ¡Joder! —Se puso las sandalias y se dirigió hacia la entrada, sin dejar de maldecir. Si se trataba de Sarah…

Abrió la puerta de golpe, con cara de pocos amigos. La visión de Stephen Carlton, su vecino, pareció apaciguarle.

—Eh… —comenzó a decir—, hola Stephen. ¿Qué ocurre?

—Es la hora —fue la escueta respuesta. Walter sintió un escalofrío, poco habitual en una cálida noche de verano.

Entonces observó el cielo. Si no fuera imposible, hubiese jurado que era… verde. Volvió a observar al impertérrito Carlton, que estaba sacando algo del bolsillo de su pantalón. Era una especie de pequeño palo, o tal vez una rama, de color ocre y con algo dorado y brillante en un extremo. Le apuntó con él.

—¿Stephen?

Una silueta apareció con rapidez detrás de Carlton y, poco después, este se encontraba en el suelo con una inmensa brecha en la cabeza. Walter se sentía incapaz de moverse o de actuar de cualquier forma, y su sorpresa fue aún mayor al ver a quién pertenecía la silueta.

Sarah.

—Tenemos que irnos ya. —Aunque hablaba en susurros, su voz era firme—. ¡Vamos! ¡Antes de que nos encuentren!

Le agarró del brazo y tiró de él con fuerza, sin conseguir que Walter se moviera ni un ápice de su sitio.

—¿Qué… Qué está pasando? ¿Qué has hecho? —Carlton yacía inmóvil en el suelo, sobre un charco cada vez mayor de sangre. Una sangre que tenía un color amarillo blancuzco.

—Ya te lo dije, te lo llevo años diciendo —declaró la mujer. Walter notó un cierto reproche en su tono—. No son normales, Walt. Cuando vi el cielo, supe que tenía que salvarte.

Como si reaccionara ante esas palabras, el color del cielo se tornó más brillante. A la vez, el cuerpo de Carlton comenzó a tornarse más delgado y un sonido similar al que hacen las palomitas en el microondas se originó en su cabeza. Walter no sabía lo que estaba pasando; lo que tenía claro es que no iba a quedarse allí ni un segundo más.

Los dos corrieron por la urbanización. En la lejanía se escuchaba el eco de explosiones, y el cielo brillaba y brillaba. Tras unos minutos, Walter se soltó de Sarah —que continuaba agarrándole del brazo— y decidió hacer una pregunta.

—¿Es una invasión? —Fue lo que salió de su boca—. ¿Nos invaden… extraterrestres?

Sonaba aún más extraño de lo que él mismo había pensado cuando esa palabra cruzó su mente. Sarah asintió con una calma que, por algún motivo, le irritó. Iba a replicar que aquello era imposible cuando los vio.

Eran tres. Pequeños. Delgados. Y, definitivamente, no eran humanos. El primero de ellos llevaba en la mano un palo igual al del difunto Carlton —si es que estaba muerto, cosa que Walter no tenía claro ya—, y apuntaba con él en su dirección.

—¡Corre, Sarah!

Sin dudarlo, Walter se encaminó a toda velocidad contra las tres criaturas que, a juzgar por su expresión, no se esperaban esa reacción. Alcanzó al portador del palo y consiguió arrancárselo de un tirón. Si era alguna clase de arma, ahora estaba en su poder.

Por desgracia, no tenía la menor idea de cómo usarla.

—Suéltalo, Walter —dijo el ser. Pudo reconocer la voz de Leroy, el jardinero—. No queremos hacerte daño.

—¡Jódete! —Walter comenzó a toquetear el palo en un intento de que sirviera para algo. Y lo hizo. Tras un pequeño clic, un haz de luz emergió de la punta dorada en dirección a Leroy y sus acompañantes. Se redujeron a polvo en cuestión de segundos.

Victorioso, se giró en dirección a Sarah. Ya no se encontraba sola.

La criatura, semejante a las tres que acababa de matar, sujetaba a la mujer sin dejar de observar la escena. Poco a poco pareció aflojar la presión, porque Sarah logró escapar de su abrazo y correr hacia Walter.

—¿Qué has hecho, Walter? ¿Qué has hecho?

También esa voz era familiar: se trataba de Martha Carlton, la mujer de Stephen, aunque con su actual aspecto era difícil discernir cuál era su sexo.

—¡No nos venceréis! —dijo Walter, animado por su reciente victoria.

—¿Vencer? ¡Os ayudábamos! —respondió Martha—. Llevamos mucho tiempo junto a vosotros, Walter. Cuidándoos, guiándoos y esperando a que ellos llegaran. El enemigo. Son ellos quienes os quieren destruir.

Walter bajó el palo y se acercó un poco a la cabizbaja criatura. ¿Sería cierto, o se trataba de alguna clase de truco?

—¿Cómo sé que eso es cierto?

Martha le miró con expresión de tristeza.

—Da igual, ya no importa. Acabas de matar a nuestro general y a uno de nuestros mejores científicos —replicó—. Vuestro mundo está condenado.

Las explosiones estaban cada vez más cerca.

—Pero… ¡Querían matarme! —Walter levantó el palo y lo meneó—. ¡Me apuntaban con este palo!

—En vosotros, ese aparato sirve para evitar el contagio. El enemigo no solo os ataca con tropas, sino también con agentes tóxicos. Ese palo, como tú dices, hubiera cubierto tu cuerpo con una sustancia capaz de aniquilar a los microorganismos infecciosos. Sin embargo, la estructura de estos y la nuestra es demasiado similar, y por eso la protección en nuestro cuerpo produce la destrucción total.

No podía ser cierto. Debía tratarse de un engaño.

O, si no, él acababa de ser el causante del fin de la humanidad.

Una nueva explosión acabó con sus dudas, su desesperación y su miedo. El resto del mundo tardó más en caer.

Aunque no mucho más.

 

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