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Llamamos a un fontanero, porque tenemos una fuga de agua en la cisterna de inodoro. Al cabo de una hora, aparece en nuestra casa.
–Buenos días.
–Buenos días. Le llamaba para que me arregle esto –decimos nosotros, señalando el aparato–. Hace un par de horas que no deja de expulsar agua sin parar.
El buen hombre, antes de nada, nos dice que le paguemos. Según él, hay mucha gente que después se niega a abonarle sus honorarios. Aunque desconfiamos, el bajo precio que nos pide –junto a la imperiosa necesidad de solucionar nuestro problema– hace que transijamos.
Como tenemos un pollo en el horno, dejamos el baño para ir viendo cómo va el asado. Al volver, nos encontramos con una escena que nos hace pensar que los Dioses Primigenios de Lovecraft han llegado a la Tierra.
–¡Oiga! ¿¡Qué diantres está haciendo!?
–Verá –nos dice–, es que soy nuevo, y no controlo mucho todo esto. Pero enseguida estará arreglado.
Por supuesto, ya no le quitamos la vista de encima hasta que termina. El hombre friega bien el suelo tras su trabajo, y la cisterna ha dejado de soltar agua. Eso sí, sobre ella vemos un trozo grande y negro de cinta aislante.
–¿Y eso de ahí? –preguntamos, ingenuamente.
–Es parte del arreglo –nos explica, mientras ponemos cara de incredulidad–. Mejor déjelo ahí y no lo toque.
En todo momento el fontanero ha sido amable y ha tenido una buena disposición. No nos olvidemos tampoco de que el precio ha sido bastante bajo.
Ahora bien, si al día siguiente nos llaman nuestros padres para que les recomendemos un fontanero… ¿les daríais el teléfono de este?
Voy más lejos: ¿os creeríais con derecho para criticar su trabajo?