Entre tanta efeméride, presentaciones y concursos… ¿qué tal un poco de lectura distendida? A continuación os pongo algunos relatos cortos míos (algunos ganadores de premios), que espero disfrutéis.

 

El precio de la felicidad
Katherine acaba de cumplir los catorce. Una edad difícil ya de por sí, pero que resulta mucho más complicada cuando toda la vida has vivido bajo tierra. Desde luego, el concepto “bajo tierra” no terminaba de ser comprendido por los más jóvenes, igual que un pez no entiende el significado de “humedad”; Katherine, y el resto de chicos de su edad, no habían sentido jamás el calor del sol en sus rostros, el olor del antaño respirable aire de la superficie, la suavidad de la hierba tras las primeras lluvias… ni las lluvias, hablando ya de eso.
La observé ensimismado mientras soplaba lo que podrían denominarse “velas”, colocadas sobre algo que de ninguna manera podía ser llamado tarta. Pensé en Carla, su madre. ¡Cuánto le hubiera gustado estar ahí! Por desgracia, fue una de las víctimas del incidente del túnel 4-J. De buena gana habría cambiado mi vida por la suya; aún lo haría, si fuese posible. Sin dudarlo.
Al mirarla en este momento, con su sonrisa de felicidad, la culpabilidad me atraviesa el alma, como un cuchillo que se abriera paso entre mis costillas para llegar hasta el corazón. Sí, yo soy el responsable de que Katherine tenga una vida subterránea. El culpable de la muerte de Carla. En definitiva, el causante del fin del mundo.
Si mis compañeros, mis amigos, supieran lo que hice, lo que permití que ocurriera… pero no, nunca deben averiguarlo; aunque mi destino sea arder en las llamas eternas, no puedo dejarle ese legado a Katherine.
La fiesta de cumpleaños está en pleno apogeo, mas mis ojos no dejan de dirigirse hacia mi hija. Mi mano derecha, por otra parte, se acerca a la rústica pistola que llevo colgando del cinto. Durante varias décadas he podido ocultar mi crimen. ¿Podré hacerlo siempre? ¿Llevará Katherine el estigma de mi imperdonable pecado?
Me mira. ¿Qué estará pensado? Se la ve tan feliz… Y yo quiero que sea siempre feliz.
Así que desenfundo la pistola, la apoyo en mi sien y disparo.
Feliz cumpleaños, Katherine.
 

Pierre
Ya hacía más de un año desde que nuestra República, a la que reconozco no haber profesado mucho cariño, pasara a convertirse en el Estado Francés. Aunque el sentido común me gritaba que abandonara el país, ni mi esposa ni yo lo hicimos. En lugar de eso, actuamos contra las fuerzas nazis que se habían adueñado de Francia.
Nuestra librería en la Rue de la Pompe ha servido para que lograra, lográramos, poder poner a salvo a gran parte de la población judía. La Resistencia, como nos llamábamos a nosotros mismos, iba aumentando en adeptos poco a poco, aunque aún éramos tan solo un pequeño grupo de personas. Nunca estuve a favor de la violencia, a pesar de mis años como militar, mas no puedo condenar a aquellos de los nuestros que usan el fuego para combatir el fuego; yo, por otra parte, prefiero dedicarme a lo que mejor se me da: escribir.
De manera irregular, la Resistencia distribuye panfletos y prensa entre los ciudadanos franceses. Intento colaborar en ambas cosas, tanto a la hora de escribir como de repartirlas. Somos pocos, sí, pero la mayoría de París está en contra del régimen de Pétain, y nos acogen con calidez. Puede que no logremos acabar con los enemigos, no lo sé. Lo que me satisface es que, al menos, somos un rayo de esperanza, una luz que alumbra las grotescas sombras que nos acechan durante estos días.
Espero que, con nuestra persistencia, logremos que Francia aguante hasta que sea capaz de retomar su anterior esplendor.
Pierre Brossolette
El 3 de febrero de 1944, pocos meses antes de que comenzara la liberación, Pierre Brossolette fue arrestado por la Gestapo. Sometido a torturas continuadas, se suicidó antes de revelar información sobre la Resistencia a sus captores.
 

Fue un héroe
Otro de los guerreros cayó a sus pies, inerte. La primera oleada parecía haber terminado, así que se agachó y limpió la hoja de su espada contra el cuerpo del último adversario muerto.
El cielo, que parecía haberse cubierto de oscuras nubes para que el cielo no viera la carnicería que estaba ocurriendo, comenzaba a despejarse. La luz del sol comenzó a iluminar el sangriento campo de batalla. Fue entonces cuando se dio cuenta de la situación en que se encontraba: era el único superviviente de los suyos; la única persona viva que se encontraba en el valle repleto de cadáveres. Una sensación extraña —tal vez de invencibilidad— recorrió su cuerpo.
El sonido de un cuerno, a lo lejos, le devolvió a la realidad. La segunda oleada de guerreros enemigos se preparaba para cargar hacia el lugar. Contempló su ahora limpia espada y la levantó hacia arriba, como desafiando a los Dioses.
La tierra temblaba, como si de una estampida de enormes criaturas se tratara. Comenzaba la batalla final.
Por supuesto, enfrentarse a aquellas docenas de hombres era una tarea absurda con un final claro; su única oportunidad era llegar hasta su general y acabar con él. Intentó localizarlo sobre la masa humana que se abalanzaba hacia su posición. Ahí estaba, con una enorme hacha de guerra en las manos, avanzando mucho más despacio que el resto, con la confianza que da el sentirse protegido.
Ese era su objetivo, sí. Mas alcanzarlo no sería tarea fácil.
Un grito gutural, salvaje, salió por su boca, mientras se lanzaba contra los sorprendidos atacantes. Algunos cayeron al suelo ante el ímpetu de la embestida; otros, debido a la brusca separación entre sus cabezas y sus cuellos. Él, sin mirar atrás, con la vista fija en el general, continuaba corriendo. Cualquiera se hubiera dado cuenta de que aquella misión era imposible.
Logró llegar junto al general.
Con un rápido e imprevisto movimiento, la espada atravesó el pecho del mismo, mientras el general miraba incrédulo a su contrincante. Contra toda expectativa, habían ganado la batalla.
La viuda del héroe intentó creerse esa historia durante el funeral.
 

¿Quién quiere vivir para siempre?
La película había terminado. Salí de la sala de cine con una extraña sensación, como si algo estuviese a punto de nacer en mí (¿de ser sentido dentro de mí, tal vez?). Naturalmente, fue solamente un instante, como tantas otras veces.
Porque, ¿quién sabe de dónde sacaban los guionistas de Hollywood la inspiración para escribir sobre los suyos? ¿En que se inspiran esos prolíficos novelistas que venden millones de copias de sus libros? Si su “estado”, su maldición, su raza, fuese tan romántica como los dos protagonistas de aquella película, o tan malvados y mezquinos como los de tantas otras, al menos su existencia no sería tan… vacía.
“¿Quién quiere vivir para siempre?” decía la letra de una de las canciones que sonaba durante la proyección de aquel largometraje de los ochenta, hacía tanto o tan poco tiempo, según se mire. Yo sabía la respuesta a esa pregunta. Por desgracia, la conocía muy bien. Ventajas de llevar caminando por el mundo más de siete siglos. Miré a las personas que salían también de la sala y sentí envidia: envidia por el amor que eran capaces de sentir, por las experiencias que les irían enriqueciendo, por la misma muerte que les aguardaba al final del camino. Ellos, al menos, tenían un principio y un final.
Es triste no tener un final, la verdad. Como también es llamativo su interés insano —el interés de aquellos destinados a yacer en el suelo que pisan—, por conseguir alargar su vida. ¿No se dan cuenta de la suerte que tienen? Sus acciones, que distingo claramente —pues los años me han hecho darme cuenta de ello— como insignificantes y banales, para ellos suponen alegrías y tristezas, risas y llantos, fracasos y victorias. No se dan cuenta, no pueden dársela, de que al final no son más que individuos insignificantes; que la distancia que les separa de las hormigas es apenas perceptible para alguien como yo. Al igual que la distancia que me separa a mí de ellos.
Sí, ese es el problema: la constatación de mi propia insignificancia. Ninguno de mis actos, a la larga, significará nada; se desvanecerá como la espuma de una ola, por más alta que esta sea.
Intentó quitarme esos pensamientos de la cabeza observando la cartelera del cine. Increíble. Parece que hay otra película más sobre el mismo tema, que curiosamente también cuenta con licántropos, como la anterior. Puede que aproveche la oscuridad de la sala para saciar mi sed, para alimentarme y mejorar mis ánimos. Sí, creo que haré eso; después de un buen “festín”, la moral sube mucho. Además, ¿qué importancia puede haber en que uno de estos mortales no regrese hoy? La respuesta es clara: ninguna. Ahí veo una joven —aunque todas son jóvenes para mí—, entrando sola.
Perfecto.
 

Que pase el siguiente
Había sido una noche pésima, y la fría lluvia otoñal no había hecho más que enfatizarlo. Javier salió del apartamento y encendió un cigarrillo. No solía fumar, mas la situación parecía requerir de algún estímulo externo, y ese cigarrillo era lo único con lo que podía contar.
Sin lugar a dudas, sus compañeros —sobre todo las mujeres, que parecían tener un sexto sentido para aquello— se darían cuenta de que llevaba la misma ropa del día anterior. Habría alguna broma inocua, eso lo sabía, pero nadie llegaría a imaginar la realidad. Y, ¿cuál era esa realidad? ¿Qué había pasado durante las últimas horas? Javier tiró el cigarrillo a medias y miró su mano derecha. Definitivamente, tenía que lavarse las manos antes de ir al trabajo; aún quedaba sangre.
Las pocas personas que caminaban por la calle a esas horas lo hacían agachando la cabeza, como si sintiesen vergüenza por tener que ir a trabajar tan temprano, o bien por trasnochar. Él no. Observaba a cada uno de los individuos, imaginando cómo sería su vida; si él pudiera ser como ellos, ser normal… Aunque, ¿en qué residía la normalidad?
Sabía que en matar gente, no.
Ojalá pudiera evitarlo. Cada vez que realizaba una de esas entrevistas levantaba la vista —quizás hacia Dios—, suplicando no tener que hacerlo de nuevo. Sus ruegos no eran escuchados. Siempre era igual: salían de la emisora, iban a cenar y puede que a tomar una o dos copas. Luego, cuando la noche avanzaba, convencía al entrevistado para tomar una “última copa”. Y sí, era la última.
Un café sirvió de excusa para visitar el cercano bar y limpiar en el aseo las delatoras manchas rojas. Por algún motivo, después de aquello sentía un descanso casi místico. Miró de nuevo sus manos y sonrió. Ese era el momento que daba sentido a todo: la satisfacción tras la absolución. Era un hombre nuevo, o así lo sentía; dispuesto a afrontar cualquier cosa que ocurriera. Salió del local y entró en la emisora.
Saludos, sonrisas, algún que otro apretón de manos. Todo iba bien, como siempre; y al día siguiente, mejoraría. Sonrió mientras miraba a la persona sentada junto a él, sin que pudiera notarse la presión que ejercía con los dientes.
—¡Muy buenos días, queridos radioyentes, y bienvenidos a nuestro programa! ¡Hoy contamos con la presencia de…!
 

¿Una vida distinta?
No podía creerlo al ver la lista; mi número correspondía con el premio máximo, una cantidad que contaba con siete dígitos, nada menos.
Tan solo debía ir a cobrarlo y después… ¿qué debería hacer? Lo primero, por supuesto, debía ser la hipoteca. Y el coche. Aunque, bien visto, podía comprar un coche nuevo. Un Mercedes, tal vez; O mejor un Porsche. Y, ¿por qué seguir viviendo en la misma casa? Podía permitirme el comprar una en el centro, de un tamaño aceptable, y pagarla al contado. Y a vivir de los intereses de por vida.
Lo que estaba claro es que no podía decírselo a nadie, o me lloverían los “amigos”. No, lo más sensato era ocultarlo. Mejor dejar el coche para más adelante, por no hablar de la casa. Y pagar la hipoteca… entonces el banco sabría que tengo dinero, y estaría todo el rato haciendo ofertas sin parar.
Tampoco podía dejar el trabajo, eso llamaría la atención. Seguiré allí. Sí, eso haré. Quizá en unos años podría dejarlo discretamente.
Nada de viajes espectaculares, claro. Por ahora, solo las salidas veraniegas a la playa. Que nadie pueda darse cuenta.
¡Qué suerte! ¡Me ha tocado la lotería!
 

Había llegado la hora
Había llegado la hora; él lo sabía, sin ninguna duda. Sacó la pistola del cajón y la miró. Era increíblemente negra, sin rastro del brillo que tenía cuando la adquirió. Amartilló el arma para dejar un único proyectil en la recámara y retiró el cargador, lanzándolo con fuerza al suelo. Se sentía cansado, tan cansado…
Pero ya sólo quedaba un último esfuerzo, un pequeño paso para alcanzar lo que podría haber denominado como objetivo, pero que más tomaba como destino. Salió decidido del pequeño cuarto, pistola en mano, y tras cruzar un par de puertas se encontró frente a frente con él. Le miró y sólo encontró indiferencia, dejadez…
Por su cabeza, y durante un tímido instante, pensó si era esa la respuesta, hasta que la mirada, ahora desafiante, alejó todas sus dudas. Sí, lo merecía; claramente, el mundo sería un lugar mejor después de aquello. Una pequeña vacilación más, sólo una, y después apretó el gatillo…

Fue dos días después cuando los bomberos, alertados por varias llamadas de vecinos, descubrieron el cuerpo. Estaba en una posición casi fetal, frente al gran espejo del baño, y curiosamente, con una expresión que reflejaba a la par una gran tranquilidad y una cierta satisfacción, como de quien con esfuerzo llega a lograr algo querido y puede finalmente descansar.

 

(NOTA: Todos estos relatos los podéis encontrar en el blog de Castillos en el Aire, incluso alguno narrado por Javier Fernández, el locutor de ese programa)